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Las trampas del Patrimonio Mundial

23/08/2019 by Alternativa Management
Artículos
alternativa, gestion responsable, medioambiental, patrimonio, turismo, unesco

Desde 1972, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) viene desarrollando un programa para la protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural, basado en la catalogación y preservación de lugares que albergan un «valor universal excepcional». Estos sitios son denominados Patrimonio de la Humanidad, entendiendo por patrimonio «el legado que recibimos del pasado, que vivimos en el presente y que transmitiremos a las generaciones futuras». Se trata, pues, de un conjunto de bienes patrimoniales cuya herencia merece la pena conservar y se nos exige que transfiramos a las personas que nos reemplazarán.

Cuando un lugar es declarado Patrimonio Mundial, cabe siempre la posibilidad de que sea inscrito dentro de la categoría de Patrimonio «en peligro» o que directamente pierda su estatus, como ocurrió con el Santuario del Oryx árabe, en Omán, o con el Valle del Elba, en Dresde (Alemania). Este peligro responde casi siempre a circunstancias excepcionales, relacionadas generalmente con situaciones de inestabilidad política o con conflictos bélicos. No obstante, es cada vez más frecuente que el Patrimonio Mundial se vea amenazado por la llegada masiva de turistas guiados por su inclusión en la lista de la UNESCO. Esta masificación puede provocar que el lugar se degrade hasta tal punto que el organismo internacional decida incluirlo en su “lista roja”.

Por increíble que pueda parecer, Lijiang recibió en 2018 a 46 millones de visitantes.

El centro histórico de la ciudad china de Lijiang fue reconocido como Patrimonio de la Humanidad en 1997 por ser una «encarnación única de la historia y la cultura de la región y de sus tradiciones étnicas, así como una ilustración de los rasgos esenciales del progreso social». Desde entonces, el número de turistas que recibía la ciudad china aumento de unos 200.000 en 1992 a 1,7 millones en 1997, 2,6 millones en 1999, más de 4 millones en 2005 y 5,3 millones en 2008. Esta multitudinaria recepción de turistas tuvo graves efectos tanto en el patrimonio mismo como en el tejido social de la ciudad, lo cual llevó a la UNESCO a imponer una advertencia al ayuntamiento de Lijiang: o se establecían formas más respetuosas de gestionar la zona o el organismo se vería obligado a retirarla de su lista. A pesar de las amenazas de la UNESCO y por increíble que pueda parecer, la ciudad recibió en 2018 a 46 millones de visitantes[1].

La declaración de la UNESCO puede provocar degradación medioambiental y ruptura del tejido social.

Hace menos de un año, las quince ciudades españolas que se encuentran en esta lista se quejaban de que su declaración como Patrimonio Mundial las estaba «asfixiando» económicamente. No solo se trata de las elevadas inversiones que necesitan para conservar su estatus y el flujo turístico que ello conlleva, sino que las exenciones fiscales de las que disfrutan los propietarios de los edificios protegidos han mermado considerablemente los ingresos municipales[2]. Degradación medioambiental, ruptura del tejido social o limitaciones para financiar la conservación del patrimonio son solo algunos de los problemas que puede entrañar el reconocimiento de la UNESCO. Se encuentran entre los más graves, pero los hay mucho más extravagantes.

En 2017, un camión atravesó la Bajada de la Misericordia (Tarragona) y se llevó por delante una de las barandillas, justamente entre el Templo de Augusto y el Circo Romano. El conjunto arqueológico de Tarraco fue declarado bien cultural en el año 2000, de modo que la reparación de la barandilla deberá esperar a que se tramite un proyecto extraordinario si la ciudad desea conservar su estatus. El centro de Úbeda (Jaén) —declarado Patrimonio de la Humanidad en 2003— se barre a mano mientras gran parte de la ciudadanía protesta por el estado de suciedad en que se encuentra el resto de la localidad. En San Cristóbal de la Laguna (Tenerife) —bien cultural inscrito en 1999— tienen problemas de cobertura telefónica porque las políticas municipales rehúsan dañar la imagen de la ciudad con antenas de repetición. Curiosamente, los habitantes de El Sobradillo, localidad situada a unos siete kilómetros al sur de La Laguna, sospechan que las tres antenas que instalaron en su distrito han provocado el aumento de casos de cáncer y exigen su retirada inmediata.

Cabe preguntarse, por lo tanto, si la inclusión dentro de la lista de lugares Patrimonio de la Humanidad que configura la UNESCO se trata de una bendición o más bien de una condena. Seguramente, ni una cosa ni la otra. A pesar del interés de estas ciudades por aparecer en dicha selección, el objetivo del programa no es —o no debería ser— la promoción turística y la explotación económica del lugar en cuestión, sino la preservación de aquel patrimonio al que, bajo criterios siempre cuestionables, le ha sido otorgado un «valor universal excepcional». Aun así, ni este programa puede alcanzar sus objetivos por sí solo —los casos que hemos mencionado indican precisamente lo contrario—, ni su ausencia aboca al patrimonio a su destrucción. El reconocimiento de la ONU, en aquellos casos en los que pueda ser de utilidad, debe estar acompañado por una gestión responsable de los flujos turísticos, así como de políticas sociales que salvaguarden los intereses de los lugareños. Solo de esta manera puede adquirir sentido un programa destinado a la protección de bienes cuya importancia cultural o natural se presupone de carácter universal.

[1] Clastres, G. (2019, julio). El regalo envenenado del turismo cultural. Le Monde diplomatique en español, pp. 24-25.

[2] Olaya, V. (2018, 25 de septiembre). Las Ciudades Patrimonio de la Humanidad se quejan de asfixia por falta de ingresos. El País. Recuperado de https://elpais.com/cultura/2018/09/18/actualidad/1537270021_817277.html.

Disculpe, ¿me daría un palillo?

15/08/2019 by Alternativa Management
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analogico, desarrollo tecnologico, digital, iberia, modernidad, opinión, palillo

Junio de 2019. El Iberia IB 6402 sobrevuela el Golfo de México con destino a Madrid. En el interior del Airbus A340-600, la tripulación reparte bandejas de comida basura al conjunto de los pasajeros mientras varios niños sollozan amarrados a los asientos de cabina. Una vez que ha devorado la copiosa cena, a uno de los viajeros se le ocurre pedir un palillo al primer azafato que pasa por su lado. «¿Un palillo?», responde sorprendido el auxiliar de vuelo, «no tenemos, señor». El pasajero, afligido por la negativa y fastidiado por la incomodidad que le producen los restos de comida en su boca, trata de ser simpático con el empleado de la aerolínea. «¡Claro, no vaya a ser que se nos ocurra pincharle a alguien!». Más sorprendido si cabe, el tripulante de cabina le responde con condescendencia: «No señor, es que eso es algo anticuado». De boca de su dentista y de algunas personas cercanas, el viajero había oído ya que el uso del palillo no era precisamente la mejor solución a sus problemas molares. Lo que no se podría haber imaginado nunca es que aquel atento auxiliar, quince o veinte años más mayor que él, zanjaría el asunto diciendo que se trataba de una práctica obsoleta.

Este breve chascarrillo, anecdótico como cualquier otro, ilustra no obstante el cambio de mentalidad que se vive en nuestros días. El Airbus disponía de pantallas táctiles personalizadas para que cada pasajero pudiera disfrutar del viaje visionando las mejores películas y series del momento. Aparte de eso, la clase bussiness ponía a disposición de los viajeros conexión Wi-Fi y red GSM, así como un teléfono a bordo para realizar llamadas y enviar SMS. Lo más seguro es que se hubiera armado un pequeño escándalo si el monitor de alguno de aquellos niños hubiera dejado de funcionar, pero habría sido imposible encontrar un solo palillo en toda la aeronave porque, siempre según el azafato, se trataba de un objeto del pasado.

El desarrollo tecnológico ha transformado los criterios de utilidad de los objetos.

El desarrollo tecnológico y la explosión de la era digital ha transformado en las últimas cinco décadas el criterio global para definir lo que es útil y lo que ha dejado de serlo. Y esto en un doble sentido. En primer lugar, resulta difícil encontrarse a alguien interesado en comprar un sello postal, un mapa de carreteras, una guía telefónica o un despertador. Mucho más éxito tienen actualmente los auriculares inalámbricos, los relojes inteligentes, los robots aspiradores o los drones. Por otro lado, una persona en edad formativa ya no debería perder el tiempo aprendiendo a hacer nudos infalibles, a caligrafiar o a memorizar números de teléfono, sino que debería centrarse, entre otras cosas, en saber manejar un teléfono inteligente, en gestionar sus finanzas a través de la banca online o en relacionarse con la administración pública por vía telemática.

La mejoría de las aptitudes digitales viene acompañada por un deterioro en las capacidades analógicas.

Y no es que esto esté mal. La sociedad cambia, el ser humano vive mejor que hace quinientos años y las personas dependen de su adaptación al medio en el que viven. Pero la increíble mejoría en la capacidad para manejar artilugios electrónicos parece estar acompañado de un deterioro, igualmente dramático, de nuestras aptitudes para relacionarnos con el mundo analógico. No solo con los objetos, sino también y especialmente con las personas que nos rodean. Además del terrible empeoramiento en la expresión y el entendimiento escritos, el desarrollo de la comunicación digital ha provocado que cada vez sea menos preciso dirigirse a alguien “cara a cara”. Lo cual, a la larga, puede tener importantes consecuencias en las capacidades comunicativas de las personas que hoy nacen, no con un pan, sino con una tablet en la mano. Como aquel proverbio indoamericano, que adaptado a los tiempos de hoy nos advierte de que «cuando hayamos cortado el último árbol, contaminado el último río y pescado el último pez, nos daremos cuenta de que el smartphone no se puede comer».

Todo este discurso parece fruto de algún anciano trasnochado, pero no nace de la desorientación ante un mundo nuevo e inexplicable, sino del temor a las consecuencias, parcialmente desconocidas, de la inmersión continuada en un entorno digital. Los niños y niñas del mañana contarán con destrezas mentales que hoy ni tan siquiera alcanzamos a imaginar. Competencias adecuadas al mundo que les tocará habitar y a los oficios que les corresponderá desenvolver. Lo inquietante de todo este asunto es la cara oculta de esa evolución y el destino incógnito al que se dirige toda esta locura que llamamos modernidad.

Por curiosidad, volvamos nuevamente a la cabina del Airbus A340-600 y conozcamos cómo terminó el viaje de nuestro amigo. Naturalmente, se resignó a llevar consigo los restos de la cena y, cuando el avión aterrizó, recogió su equipaje de la cinta y se dirigió inmediatamente a la primera cafetería que encontró en la terminal. «Disculpe, ¿me daría un palillo?». «Lo siento señor, palillos no tenemos… Pero si lo necesita, con una consumición le damos la clave del Wi-Fi y le ofrecemos un enchufe para que pueda cargar su teléfono». Touché!

Objetivo: ¿la Luna?

08/08/2019 by Alternativa Management
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apolo, cambio climatico, estados unidos, guerra fria, luna, planeta, trump

El pasado 21 de julio se cumplieron cincuenta años desde que el ser humano pisara por primera vez la superficie de la Luna. La llegada de semejante efeméride ha dado pie a todo tipo de homenajes, desde una cena de gala presidida por el mismísimo Edwin Buzz Aldrin —uno de los tres astronautas que componían la tripulación del Apolo 11— hasta la celebración de una edición especial del festival astronómico Starmus, en Zurich (Suiza). La propia agencia espacial estadounidense (NASA) anunció hace poco más de un mes que su propósito era volver a enviar astronautas a la Luna en un plazo de cinco años. Arropado por este contexto de exaltación y júbilo, otra personalidad que no ha querido dejar pasar el aniversario ha sido el presidente Donald Trump. Como ya es habitual, el empresario norteamericano ha aprovechado la ocasión para sacar a relucir su Make America Great Again y asegurar que su objetivo es iniciar una «nueva era de exploración», así como «reestablecer el dominio y liderazgo» de su país en el espacio. De paso, ha recordado que entre sus planes todavía se encuentra el envío de astronautas a Marte en la década de 2030.

Sin perjuicio de las celebraciones por aquel «gran salto para la humanidad», cabe preguntarse si la delicada situación de nuestro planeta nos permite fantasear con un nuevo paso en la aventura espacial. No es necesario recordar que las predicciones apuntan a un aumento de la temperatura global al final del siglo XXI de entre 1,5ºC y 5ºC con respecto al periodo preindustrial, que la contaminación atmosférica causa la muerte de tres millones de personas al año o que los océanos, además de la de una fuente “inagotable” de recursos, cumple la función de un enorme vertedero. Lo que sí merece la pena resaltar en este punto es el anuncio de la retirada de EE.UU. del Acuerdo de París, firmado en 2015 con el fin de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y controlar los efectos del cambio climático. En palabras del presidente Trump, este anuncio realizado en 2017 respondía a un pacto «debilitante, desventajoso e injusto» para los «trabajadores, contribuyentes y empresas» estadounidenses.

La humanidad se enfrenta hoy a un problema de magnitudes desconocidas.

Aunque pueda ser digna de una película de ciencia ficción o de un programa de conspiraciones y paranoias internacionales —que con tanto apetito se han alimentado, por cierto, de la misión del Apolo XI—, se impone la pregunta por el sentido de abrir una nueva fase en la historia de la exploración espacial. ¿No es algo irresponsable, en un contexto como el actual, invertir miles de millones de dólares en una nueva misión cuyo objetivo es llevar seres humanos a Marte? ¿No sería más sensato utilizar esos fondos para “arreglar” los inquietantes problemas que acechan a nuestro planeta? ¿Cabe entrever una conexión entre el negacionismo del cambio climático y la manía por descubrir nuevos parajes espaciales? ¿Responden las motivaciones por encontrar agua en el universo a la búsqueda de vida extraterrestre o, más bien, al hallazgo de un nuevo planeta que pueda ser colonizado por el ser humano —por algunos y solo algunos seres humanos, entiéndase— cuando el nuestro no de más de sí?

No es fácil dar respuesta a estas y otras preguntas que se plantean, pero lo que sí parece claro es que la humanidad se enfrenta hoy a un problema cuya magnitud excede con mucho cualquier otro precedente conocido. El cambio climático y la degradación del planeta Tierra están desde hace tiempo llamando a la puerta de los gobiernos nacionales y de los organismos internacionales, pero algunos de éstos se entretienen en seguir fantaseando con la posibilidad de establecer vida humana en otros lugares del universo. Posibilidad que, como puede imaginarse, está reservada a los más afortunados y privilegiados de nuestra especie.

Mientras tanto, en EE.UU. sigue entonándose el Make America Great Again.

Se entiende que a principios de los años cincuenta el aventurero Tintín se fijara como objetivo la Luna. El contexto de Guerra Fría que se vivió a lo largo del siglo XX puede llegar a explicar, igualmente, los esfuerzos económicos y técnicos que invirtió EE.UU. con el fin de ser el primer país en enviar un astronauta al satélite terrestre. Lo que resulta del todo incomprensible es la repentina obsesión del gobierno estadounidense por relanzar una misión cuyo objetivo final sería el de colonizar la Luna, Marte o quién sabe qué pedazo de roca más allá de nuestra atmósfera. A no ser que se esté comenzando a asumir, lo cual no parece improbable, que la Tierra presentará de aquí a unos años un paisaje inhabitable. En cualquier caso, mientras tanto, al otro lado del océano se sigue entonando el Make America Great Again.

Devolver la cultura al mundo rural

01/08/2019 by Alternativa Management
Artículos
agroturismo, campo, cultura, dignidad, españa vaciada, mundo rural, pueblo, zonas rurales

Hace unas semanas, decenas de miles de personas marcharon por las calles de Madrid para reivindicar soluciones políticas a un problema que está afectando a buena parte del territorio español: la despoblación de las zonas rurales. Concebida como una “revuelta de la España vaciada”, está manifestación trasladó el foco mediático a una tendencia demográfica que empieza a parecer tristemente irremediable. De acuerdo con el Banco Mundial, el 80% de la población española vivía en 2018 en un contexto urbano, casi un 25% más que en 1960. Aunque este crecimiento se moderó a partir de los años ochenta, el porcentaje de población urbana ha seguido aumentando progresivamente y no se prevé que deje de hacerlo[1]. Esto ha provocado que el tejido social de las zonas rurales se resquebraje y que éstas sean cada vez más dependientes de los servicios que se concentran en las grandes urbes.

Más allá de la respuesta política que puedan ofrecer los distintos gobiernos de turno, la iniciativa privada lleva promoviendo desde hace tiempo un nuevo uso de las zonas rurales que, en mayor o menor medida, ha logrado mantener vivos algunos pueblos cuyo vacío, de otra manera, sería ya total. Se trata de nuevas formas de turismo rural basadas en el acondicionamiento de viejas casonas con fines hosteleros, en la práctica de deportes de aventura o en la oferta de productos gastronómicos como el vino, el aceite o el queso, entre otros. Es decir, de un desplazamiento económico desde el sector primario (agricultura y ganadería) hacia el terciario (servicios). Aunque este impulso no es suficiente para reconstituir la vitalidad que antiguamente desprendían estos lugares, lo cierto es que en algunos casos ha logrado paliar los efectos de la despoblación y de la marginación a la que los modos tradicionales de subsistencia se han visto progresivamente abocados. Merece la pena destacar que este nuevo modelo no solo responde a la necesidad de superar la “muerte” del campo, sino que es consecuencia también, sin lugar a duda, del evidente empeoramiento de la calidad de vida en las ciudades.

La contaminación atmosférica, acústica y lumínica que cada vez con más fuerza aprisiona las zonas urbanas, así como el estrés derivado de las dinámicas propias de una ciudad (aglomeraciones, transporte urbano, etcétera), ha generado una gran masa de población que siente la necesidad de huir de las grandes urbes en las que vive. Si al turismo rural parece depararle un alegre futuro es porque el de la vida urbana se vislumbra cada vez más negro.

Esto nos lleva a replantearnos el lugar que ocupa el mundo rural dentro del esquema general de la distribución territorial. ¿No supone este nuevo modelo una división entre “ciudad” y “campo” que, si no potencia, al menos sí reproduce aquellas representaciones que asocian la primera a lo avanzado/culto y la segunda a lo atrasado/ignorante? ¿No entraña una pérdida de autonomía de los pequeños pueblos y un oscuro lazo de dependencia de éstos con respecto a las grandes ciudades? En pocas palabras: ¿está la población rural destinada a servir de destino vacacional a la población urbana? 

Frente a la perspectiva que convierte al mundo rural en un objeto de museo y en un centro recreativo, existe otro modelo, en cierta manera antagónico y por diferentes motivos menos explorado, que apuesta no tanto por la búsqueda de nuevos usos para estas regiones como por devolverles la dignidad que, en muchos ámbitos, han perdido. Este modelo invierte de algún modo la lógica del agroturismo: no se trata de que la población rural ofrezca una prestación para disfrute de la población urbana, sino que desde las ciudades se promuevan servicios para los lugares más abandonados. Estos servicios pueden ser de diversa naturaleza, pero su finalidad es la de ofrecer oportunidades a las que estos territorios, de otra manera, no tendrían acceso: formación académica, alternativas de ocio, programas de capacitación técnica y un largo etcétera. Este tipo de iniciativas, en cualquier caso, no son incompatibles con el desarrollo de un turismo rural y sostenible precisamente porque están dirigidas a un consumidor sustancialmente diferente: el poblador de la España vaciada.

Si realmente se quieren revertir las dinámicas de despoblación y de abandono de las zonas rurales, no basta con transformar estas regiones en parques temáticos destinados al disfrute recreativo de la población urbana. Estas estrategias están logrando desarrollar económicamente algunos pueblos que parecían abocados al abandono y parecen haber repoblado otros tantos durante los fines de semana y en periodos vacacionales, pero también provocan un paisaje desolador una vez que estos periodos finalizan. Hace unos meses, un hombre que vivía en un pequeño pueblo oscense de no más de quince habitantes nos comentaba que los inviernos se le hacen cada vez más largos. De lo que se trata, en este caso, no es de amenizar bucólicamente los veranos de una gran masa de turistas, sino conseguir que a esta y a otras personas los inviernos se les presenten, de una u otra forma, más livianos.

[1] Datos extraídos de la web del Banco Mundial.

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