Junio de 2019. El Iberia IB 6402 sobrevuela el Golfo de México con destino a Madrid. En el interior del Airbus A340-600, la tripulación reparte bandejas de comida basura al conjunto de los pasajeros mientras varios niños sollozan amarrados a los asientos de cabina. Una vez que ha devorado la copiosa cena, a uno de los viajeros se le ocurre pedir un palillo al primer azafato que pasa por su lado. «¿Un palillo?», responde sorprendido el auxiliar de vuelo, «no tenemos, señor». El pasajero, afligido por la negativa y fastidiado por la incomodidad que le producen los restos de comida en su boca, trata de ser simpático con el empleado de la aerolínea. «¡Claro, no vaya a ser que se nos ocurra pincharle a alguien!». Más sorprendido si cabe, el tripulante de cabina le responde con condescendencia: «No señor, es que eso es algo anticuado». De boca de su dentista y de algunas personas cercanas, el viajero había oído ya que el uso del palillo no era precisamente la mejor solución a sus problemas molares. Lo que no se podría haber imaginado nunca es que aquel atento auxiliar, quince o veinte años más mayor que él, zanjaría el asunto diciendo que se trataba de una práctica obsoleta.
Este breve chascarrillo, anecdótico como cualquier otro, ilustra no obstante el cambio de mentalidad que se vive en nuestros días. El Airbus disponía de pantallas táctiles personalizadas para que cada pasajero pudiera disfrutar del viaje visionando las mejores películas y series del momento. Aparte de eso, la clase bussiness ponía a disposición de los viajeros conexión Wi-Fi y red GSM, así como un teléfono a bordo para realizar llamadas y enviar SMS. Lo más seguro es que se hubiera armado un pequeño escándalo si el monitor de alguno de aquellos niños hubiera dejado de funcionar, pero habría sido imposible encontrar un solo palillo en toda la aeronave porque, siempre según el azafato, se trataba de un objeto del pasado.
El desarrollo tecnológico ha transformado los criterios de utilidad de los objetos.
El desarrollo tecnológico y la explosión de la era digital ha transformado en las últimas cinco décadas el criterio global para definir lo que es útil y lo que ha dejado de serlo. Y esto en un doble sentido. En primer lugar, resulta difícil encontrarse a alguien interesado en comprar un sello postal, un mapa de carreteras, una guía telefónica o un despertador. Mucho más éxito tienen actualmente los auriculares inalámbricos, los relojes inteligentes, los robots aspiradores o los drones. Por otro lado, una persona en edad formativa ya no debería perder el tiempo aprendiendo a hacer nudos infalibles, a caligrafiar o a memorizar números de teléfono, sino que debería centrarse, entre otras cosas, en saber manejar un teléfono inteligente, en gestionar sus finanzas a través de la banca online o en relacionarse con la administración pública por vía telemática.
La mejoría de las aptitudes digitales viene acompañada por un deterioro en las capacidades analógicas.
Y no es que esto esté mal. La sociedad cambia, el ser humano vive mejor que hace quinientos años y las personas dependen de su adaptación al medio en el que viven. Pero la increíble mejoría en la capacidad para manejar artilugios electrónicos parece estar acompañado de un deterioro, igualmente dramático, de nuestras aptitudes para relacionarnos con el mundo analógico. No solo con los objetos, sino también y especialmente con las personas que nos rodean. Además del terrible empeoramiento en la expresión y el entendimiento escritos, el desarrollo de la comunicación digital ha provocado que cada vez sea menos preciso dirigirse a alguien “cara a cara”. Lo cual, a la larga, puede tener importantes consecuencias en las capacidades comunicativas de las personas que hoy nacen, no con un pan, sino con una tablet en la mano. Como aquel proverbio indoamericano, que adaptado a los tiempos de hoy nos advierte de que «cuando hayamos cortado el último árbol, contaminado el último río y pescado el último pez, nos daremos cuenta de que el smartphone no se puede comer».
Todo este discurso parece fruto de algún anciano trasnochado, pero no nace de la desorientación ante un mundo nuevo e inexplicable, sino del temor a las consecuencias, parcialmente desconocidas, de la inmersión continuada en un entorno digital. Los niños y niñas del mañana contarán con destrezas mentales que hoy ni tan siquiera alcanzamos a imaginar. Competencias adecuadas al mundo que les tocará habitar y a los oficios que les corresponderá desenvolver. Lo inquietante de todo este asunto es la cara oculta de esa evolución y el destino incógnito al que se dirige toda esta locura que llamamos modernidad.
Por curiosidad, volvamos nuevamente a la cabina del Airbus A340-600 y conozcamos cómo terminó el viaje de nuestro amigo. Naturalmente, se resignó a llevar consigo los restos de la cena y, cuando el avión aterrizó, recogió su equipaje de la cinta y se dirigió inmediatamente a la primera cafetería que encontró en la terminal. «Disculpe, ¿me daría un palillo?». «Lo siento señor, palillos no tenemos… Pero si lo necesita, con una consumición le damos la clave del Wi-Fi y le ofrecemos un enchufe para que pueda cargar su teléfono». Touché!