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La cumbre climática y los brindis al sol

26/09/2019 by Alternativa Management
Artículos
acuerdo de parís, cambio climatico, cumbre, kioto, naturaleza, problemas meioambientales

Esta semana se ha celebrado en Nueva York la UN Climate Action Summit, una cumbre organizada por las Naciones Unidas en la que diferentes países han puesto sobre la mesa sus particulares contribuciones a la lucha contra el cambio climático. La idea es que dichas medidas puedan servir como referencia para el resto de Estados con el fin de frenar el calentamiento global dentro de los márgenes señalados por el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC). Dicha cumbre se ha desarrollado en un contexto de creciente preocupación y con la notable ausencia de EE.UU. El ejecutivo de Trump contraprogramó en esos días un evento sobre minorías religiosas y decidió enviar a la cumbre representantes de bajo nivel. «Una Cumbre del Clima sin el presidente de EE.UU. —comentaba el meteorólogo José Miguel Viñas— es como una paella sin arroz. Falta el actor/ingrediente principal». En cualquier caso, el secretario general de la ONU, el portugués Antonio Guterres, advirtió que solo participarían en la cumbre aquellos países que presentaran compromisos claros y realistas, de modo que tampoco se habían depositado demasiadas expectativas en el gobierno del Make America Great Again.

La lucha contra el cambio climático exige reconducir los modelos productivos basados en el crecimiento ilimitado y la explotación de la naturaleza.

El evento ha hecho resurgir algunas de las cuestiones que llevan ya demasiados años en la palestra. ¿Qué debe entenderse por «compromisos claros y realistas» en la lucha contra el cambio climático? ¿Qué garantías de aplicación conllevan dichos compromisos, si es que acarrean alguna? La primera pregunta aborda implícitamente los problemas de definición que alberga la propia noción de “cambio climático”. Si por ésta entendemos el calentamiento global derivado de la acción humana y el resto de consecuencias meteorológicas y medioambientales derivadas del mismo, es importante tener en cuenta que dicha definición puede llevarnos, en la «lucha contra el cambio climático», a una defensa incondicional de modelos energéticos basados en la energía nuclear, que en este sentido resulta “100% limpia”. Pero si desconfiamos de dichos modelos y contemplamos seriamente los riesgos que conllevan, se impone una redefinición del “cambio climático” o, al menos, una mayor amplitud en el significado de la «lucha contra el cambio climático». Existen infinidad de problemas medioambientales, energéticos o de salud que no están directamente provocados por el calentamiento global o por la emisión a la atmósfera de gases de efecto invernadero. Es el caso de la contaminación y sobreexplotación de los recursos naturales, por poner solo un ejemplo. En este sentido, los «compromisos claros y realistas» a los que se adscriban los diferentes países deberán adoptar una perspectiva holista, basada fundamentalmente en la actividad humana y su intervención en los ecosistemas terrestres, y no solamente en la reducción de gases de efecto invernadero. En suma, se trata de reconducir los modelos productivos basados en el crecimiento económico sostenido y en la explotación sistemática de la naturaleza.

Los problemas medioambientales deberían concebirse como una cuestión de política económica.

Por otro lado, la cuestión relativa a la obligación de cumplir dichos compromisos parece mucho más difícil de resolver. Dieciocho años después de la adopción del Protocolo de Kioto, se configuró un nuevo instrumento internacional que lo sustituiría en la lucha por frenar el calentamiento global y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. El Acuerdo de París entrará en vigor en 2020, justo cuando finaliza el tratado previo, y fue considerado en su momento como el documento más importante de la historia en materia medioambiental. «Siempre podrán decir que el 12 de diciembre de 2015 estaban en París —proclamó el presidente francés François Hollande ante los asistentes a la cumbre—. Y podrán sentirse orgullosos ante sus hijos y sus nietos». Y lo cierto es que el Acuerdo de París fue un hito extraordinario en la historia política internacional, especialmente si tenemos en cuenta sus visos universalistas y que fue adoptado por consenso de todas las partes. Sin embargo, estas particularidades del acuerdo hicieron que el compromiso real de las partes fuera extremadamente difuso y que algunos lo conciban hoy como poco más que un brindis al sol. En efecto, los juristas lo definen como un documento de soft law y el único punto en el que se comprometen firmemente los países es el que hace alusión a la presentación de informes periódicos acerca del avance en las contribuciones anunciadas. Además, no se contemplan sanciones en aquellos casos en los que no existan avances o en los que simplemente no se presenten dichos informes. En este sentido, parece evidente que el único mecanismo internacional del que se dispone actualmente está enfocado a la presión mediática por parte de la sociedad civil: «este o aquel país no ha cumplido con las contribuciones a las que se comprometió en su momento». Teniendo en cuenta la naturaleza de nuestro sistema de mercado, tal vez sería más productivo enfocar el problema del cambio climático —y de la salud de los ecosistemas terrestres, en general— como una cuestión de política económica. ¿Qué sanciones se contemplan para aquellos países que incumplan los acuerdos medioambientales? ¿Cómo podrían promoverse modelos de producción, distribución y consumo más justos y respetuosos con el medio ambiente?

Estas y otras preguntas similares han sido puestas sobre la mesa durante esta última cumbre sobre el clima. Todavía es pronto para evaluar las respuestas ofrecidas por las partes, pero teniendo en cuenta los precedentes es legítimo suponer que serán insuficientes. En cualquier caso, cabe esperar que la creciente preocupación por el estado del planeta impregne progresivamente todos los ámbitos de la política nacional e internacional. La adopción de perspectivas integrales sobre los problemas medioambientales y su encuadre dentro del ámbito de la política económica son premisas necesarias para afrontar el que, hasta el momento, es el desafío más trascendental de la historia de la humanidad.

 

Véase también:

– Objetivo: ¿la Luna? (08/08/19)

– Arde Biarritz (29/08/19)

Arde Biarritz

29/08/2019 by Alternativa Management
Artículos
amazonas, biarritz, bolsonaro, cambio climatico, fuego, planeta, riesgo global

Como si de una enorme bola de nieve se tratase, el problema del cambio climático se agrava cada vez más, arrastrando todo lo que encuentra a su paso. Aunque bien podríamos hablar, en este caso, de una enorme bola de fuego, pues el mes de julio más caluroso de la historia reciente ha dejado miles de incendios descontrolados a lo largo y ancho del planeta. Hasta hace unos días, el más sonado era posiblemente el de la isla de Gran Canaria, donde ya se han superado las 9.200 hectáreas quemadas y más de 10.000 personas tuvieron que ser evacuadas. Pero los medios han decidido volver la vista hacia el otro lado del Atlántico, donde la selva amazónica está ardiendo a un ritmo récord. De acuerdo con los datos ofrecidos por el Instituto Nacional de Investigación Espacial de Brasil, este país ha registrado en lo que llevamos de año más de 75.000 incendios, un 84% más que durante el mismo periodo de 2018. El fuego ha terminado extendiéndose a los países vecinos y solo en Bolivia se han quemado alrededor de 700.000 hectáreas.

Solo en Bolivia se han quemado alrededor de 700.000 hectáreas.

Aunque el alarmante aumento de incendios a nivel global responde parcialmente al aumento de las temperaturas y al cambio climático, en la mayoría de casos se entremezclan diferentes factores relacionados con las esferas económica y geopolítica. Durante la pasada campaña electoral, Jair Bolsonaro amenazó en repetidas ocasiones con seguir los pasos de su colega Trump y abandonar el Acuerdo de París, abrazando un negacionismo que en el gobierno brasileño está representado principalmente por el ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araújo. Hace unos meses, el canciller brasileño aseguraba que la temperatura global ha subido porque «los termómetros están ahora más cerca del asfalto»[1]. Por su parte, Bolsonaro insinúa que son algunas organizaciones ecologistas las que podrían estar detrás de los incendios con el fin de ensuciar su nombre. Aparentemente, los delirios del gobierno brasileño no tienen límite. Pero solo aparentemente. Su política medioambiental —porque la ausencia de medidas no deja de ser una decisión política— responde en buen grado a las exigencias de empresarios y productores nacionales por expandir sus negocios en la Amazonia. «Los productores rurales respaldados por las palabras del presidente Bolsonaro planean instituir el 10 de agosto como el Día del Fuego, el cual pretende hacer la limpieza de las florestas y los pastos», se leía unos días antes en el diario Folha do Progresso[2].

La cumbre del G7 en Biarritz decidió incluir a los incendios de la Amazonia entre las cuestiones a tratar en el encuentro.

En cualquier caso, la presión internacional ha provocado un cambio de rumbo en la deriva del exmilitar brasileño, que hace unos días movilizaba al ejército para combatir las llamas. El gobierno francés amenazó con paralizar el acuerdo comercial entre la Unión Europea y Mercosur si Bolsonaro no toma medidas para frenar el cambio climático, posición que ha sido respaldada por el gobierno irlandés y por la canciller alemana Angela Merkel. No así por el gobierno de Pedro Sánchez, que según fuentes de El País se habría desmarcado de las presiones, considerando que es un error mezclar ecologismo y comercio internacional. Desgraciadamente, esta singular mezcla parece ser la única vía para que la comunidad internacional instituya un frente común que combata los problemas medioambientales de manera efectiva. Es por ello por lo que la cumbre del G7, que este año se ha reunido en la ciudad francesa de Biarritz, decidió incluir a los incendios del Amazonas entre las cuestiones a tratar en el encuentro. ¿De qué otra manera podría forzarse a un gobierno como el de Bolsonaro a cumplir los acuerdos internacionales? Por increíble que pueda parecer, el riesgo global que representa el cambio climático, como también lo hacen la contaminación, la amenaza nuclear o las migraciones forzadas, abre una ventana de oportunidad para que los organismos internacionales aúnen esfuerzos con el fin de transitar hacia un mundo mejor. El fuego descontrolado es solo un granito de arena dentro de la gran bola de nieve que representa el calentamiento global, pero ha logrado poner sobre la mesa, una vez más, la urgencia por salvar nuestro planeta y minimizar los efectos de la actividad humana.

Es difícil considerar todas las variables que juegan un papel importante en este perverso descenso hacia la extinción, pero siempre puede resultar útil apelar a una o dos leyes generales. En este caso, el conocido como Principio de Hanlon parece encajar a la perfección. Esta revisión de la Navaja de Ockham dicta que no deberíamos achacar a la maldad todo lo que pueda ser explicado sencillamente por la estupidez. Y es que, en realidad, no hay ninguna razón de peso que nos lleve a atribuir demasiada inteligencia a personajes como Bolsonaro, Araújo o Trump.

[1] Elcacho, J. (2019, 31 de mayo). La temperatura ha subido porque “los termómetros están ahora más cerca del asfalto”. La Vanguardia. Recuperado de <https://www.lavanguardia.com/natural/20190530/462567099543/.html>.

[2] Farinelli, V. (2019, 22 de agosto). “Día del Fuego”: cómo los terratenientes incentivados por Bolsonaro generaron el más grande ataque a la Amazonía. El Desconcierto. Recuperado de <https://www.eldesconcierto.cl/2019/08/22/dia-del-fuego-como-los-terratenientes-incentivados-por-bolsonaro-generaron-el-mas-grande-ataque-a-la-amazonia/>.

Objetivo: ¿la Luna?

08/08/2019 by Alternativa Management
Artículos
apolo, cambio climatico, estados unidos, guerra fria, luna, planeta, trump

El pasado 21 de julio se cumplieron cincuenta años desde que el ser humano pisara por primera vez la superficie de la Luna. La llegada de semejante efeméride ha dado pie a todo tipo de homenajes, desde una cena de gala presidida por el mismísimo Edwin Buzz Aldrin —uno de los tres astronautas que componían la tripulación del Apolo 11— hasta la celebración de una edición especial del festival astronómico Starmus, en Zurich (Suiza). La propia agencia espacial estadounidense (NASA) anunció hace poco más de un mes que su propósito era volver a enviar astronautas a la Luna en un plazo de cinco años. Arropado por este contexto de exaltación y júbilo, otra personalidad que no ha querido dejar pasar el aniversario ha sido el presidente Donald Trump. Como ya es habitual, el empresario norteamericano ha aprovechado la ocasión para sacar a relucir su Make America Great Again y asegurar que su objetivo es iniciar una «nueva era de exploración», así como «reestablecer el dominio y liderazgo» de su país en el espacio. De paso, ha recordado que entre sus planes todavía se encuentra el envío de astronautas a Marte en la década de 2030.

Sin perjuicio de las celebraciones por aquel «gran salto para la humanidad», cabe preguntarse si la delicada situación de nuestro planeta nos permite fantasear con un nuevo paso en la aventura espacial. No es necesario recordar que las predicciones apuntan a un aumento de la temperatura global al final del siglo XXI de entre 1,5ºC y 5ºC con respecto al periodo preindustrial, que la contaminación atmosférica causa la muerte de tres millones de personas al año o que los océanos, además de la de una fuente “inagotable” de recursos, cumple la función de un enorme vertedero. Lo que sí merece la pena resaltar en este punto es el anuncio de la retirada de EE.UU. del Acuerdo de París, firmado en 2015 con el fin de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y controlar los efectos del cambio climático. En palabras del presidente Trump, este anuncio realizado en 2017 respondía a un pacto «debilitante, desventajoso e injusto» para los «trabajadores, contribuyentes y empresas» estadounidenses.

La humanidad se enfrenta hoy a un problema de magnitudes desconocidas.

Aunque pueda ser digna de una película de ciencia ficción o de un programa de conspiraciones y paranoias internacionales —que con tanto apetito se han alimentado, por cierto, de la misión del Apolo XI—, se impone la pregunta por el sentido de abrir una nueva fase en la historia de la exploración espacial. ¿No es algo irresponsable, en un contexto como el actual, invertir miles de millones de dólares en una nueva misión cuyo objetivo es llevar seres humanos a Marte? ¿No sería más sensato utilizar esos fondos para “arreglar” los inquietantes problemas que acechan a nuestro planeta? ¿Cabe entrever una conexión entre el negacionismo del cambio climático y la manía por descubrir nuevos parajes espaciales? ¿Responden las motivaciones por encontrar agua en el universo a la búsqueda de vida extraterrestre o, más bien, al hallazgo de un nuevo planeta que pueda ser colonizado por el ser humano —por algunos y solo algunos seres humanos, entiéndase— cuando el nuestro no de más de sí?

No es fácil dar respuesta a estas y otras preguntas que se plantean, pero lo que sí parece claro es que la humanidad se enfrenta hoy a un problema cuya magnitud excede con mucho cualquier otro precedente conocido. El cambio climático y la degradación del planeta Tierra están desde hace tiempo llamando a la puerta de los gobiernos nacionales y de los organismos internacionales, pero algunos de éstos se entretienen en seguir fantaseando con la posibilidad de establecer vida humana en otros lugares del universo. Posibilidad que, como puede imaginarse, está reservada a los más afortunados y privilegiados de nuestra especie.

Mientras tanto, en EE.UU. sigue entonándose el Make America Great Again.

Se entiende que a principios de los años cincuenta el aventurero Tintín se fijara como objetivo la Luna. El contexto de Guerra Fría que se vivió a lo largo del siglo XX puede llegar a explicar, igualmente, los esfuerzos económicos y técnicos que invirtió EE.UU. con el fin de ser el primer país en enviar un astronauta al satélite terrestre. Lo que resulta del todo incomprensible es la repentina obsesión del gobierno estadounidense por relanzar una misión cuyo objetivo final sería el de colonizar la Luna, Marte o quién sabe qué pedazo de roca más allá de nuestra atmósfera. A no ser que se esté comenzando a asumir, lo cual no parece improbable, que la Tierra presentará de aquí a unos años un paisaje inhabitable. En cualquier caso, mientras tanto, al otro lado del océano se sigue entonando el Make America Great Again.

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