Devolver la cultura al mundo rural
Hace unas semanas, decenas de miles de personas marcharon por las calles de Madrid para reivindicar soluciones políticas a un problema que está afectando a buena parte del territorio español: la despoblación de las zonas rurales. Concebida como una “revuelta de la España vaciada”, está manifestación trasladó el foco mediático a una tendencia demográfica que empieza a parecer tristemente irremediable. De acuerdo con el Banco Mundial, el 80% de la población española vivía en 2018 en un contexto urbano, casi un 25% más que en 1960. Aunque este crecimiento se moderó a partir de los años ochenta, el porcentaje de población urbana ha seguido aumentando progresivamente y no se prevé que deje de hacerlo[1]. Esto ha provocado que el tejido social de las zonas rurales se resquebraje y que éstas sean cada vez más dependientes de los servicios que se concentran en las grandes urbes.
Más allá de la respuesta política que puedan ofrecer los distintos gobiernos de turno, la iniciativa privada lleva promoviendo desde hace tiempo un nuevo uso de las zonas rurales que, en mayor o menor medida, ha logrado mantener vivos algunos pueblos cuyo vacío, de otra manera, sería ya total. Se trata de nuevas formas de turismo rural basadas en el acondicionamiento de viejas casonas con fines hosteleros, en la práctica de deportes de aventura o en la oferta de productos gastronómicos como el vino, el aceite o el queso, entre otros. Es decir, de un desplazamiento económico desde el sector primario (agricultura y ganadería) hacia el terciario (servicios). Aunque este impulso no es suficiente para reconstituir la vitalidad que antiguamente desprendían estos lugares, lo cierto es que en algunos casos ha logrado paliar los efectos de la despoblación y de la marginación a la que los modos tradicionales de subsistencia se han visto progresivamente abocados. Merece la pena destacar que este nuevo modelo no solo responde a la necesidad de superar la “muerte” del campo, sino que es consecuencia también, sin lugar a duda, del evidente empeoramiento de la calidad de vida en las ciudades.
La contaminación atmosférica, acústica y lumínica que cada vez con más fuerza aprisiona las zonas urbanas, así como el estrés derivado de las dinámicas propias de una ciudad (aglomeraciones, transporte urbano, etcétera), ha generado una gran masa de población que siente la necesidad de huir de las grandes urbes en las que vive. Si al turismo rural parece depararle un alegre futuro es porque el de la vida urbana se vislumbra cada vez más negro.
Esto nos lleva a replantearnos el lugar que ocupa el mundo rural dentro del esquema general de la distribución territorial. ¿No supone este nuevo modelo una división entre “ciudad” y “campo” que, si no potencia, al menos sí reproduce aquellas representaciones que asocian la primera a lo avanzado/culto y la segunda a lo atrasado/ignorante? ¿No entraña una pérdida de autonomía de los pequeños pueblos y un oscuro lazo de dependencia de éstos con respecto a las grandes ciudades? En pocas palabras: ¿está la población rural destinada a servir de destino vacacional a la población urbana?
Frente a la perspectiva que convierte al mundo rural en un objeto de museo y en un centro recreativo, existe otro modelo, en cierta manera antagónico y por diferentes motivos menos explorado, que apuesta no tanto por la búsqueda de nuevos usos para estas regiones como por devolverles la dignidad que, en muchos ámbitos, han perdido. Este modelo invierte de algún modo la lógica del agroturismo: no se trata de que la población rural ofrezca una prestación para disfrute de la población urbana, sino que desde las ciudades se promuevan servicios para los lugares más abandonados. Estos servicios pueden ser de diversa naturaleza, pero su finalidad es la de ofrecer oportunidades a las que estos territorios, de otra manera, no tendrían acceso: formación académica, alternativas de ocio, programas de capacitación técnica y un largo etcétera. Este tipo de iniciativas, en cualquier caso, no son incompatibles con el desarrollo de un turismo rural y sostenible precisamente porque están dirigidas a un consumidor sustancialmente diferente: el poblador de la España vaciada.
Si realmente se quieren revertir las dinámicas de despoblación y de abandono de las zonas rurales, no basta con transformar estas regiones en parques temáticos destinados al disfrute recreativo de la población urbana. Estas estrategias están logrando desarrollar económicamente algunos pueblos que parecían abocados al abandono y parecen haber repoblado otros tantos durante los fines de semana y en periodos vacacionales, pero también provocan un paisaje desolador una vez que estos periodos finalizan. Hace unos meses, un hombre que vivía en un pequeño pueblo oscense de no más de quince habitantes nos comentaba que los inviernos se le hacen cada vez más largos. De lo que se trata, en este caso, no es de amenizar bucólicamente los veranos de una gran masa de turistas, sino conseguir que a esta y a otras personas los inviernos se les presenten, de una u otra forma, más livianos.
[1] Datos extraídos de la web del Banco Mundial.