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El fenómeno de las fake news

17/10/2019 by Alternativa Management
Artículos
fake news, medios de comunicación, miedo, noticias falsas, sociedad, trump

La difusión de noticias falsas está al orden del día. Desde hace ya unos cuantos años, las fake news se han convertido en un término de moda para designar aquellas publicaciones —especialmente las que tienen lugar en red— cuyo contenido no se ajusta adecuadamente a la realidad de los hechos. La expresión fue elegida “Palabra del Año 2017” por el Diccionario Collins y también estuvo a punto de serla para la Fundéu BBVA. Hoy se la escuchamos nombrar con asiduidad al presidente Donald Trump, quien a principios de 2018 anunció sus particulares Fake News Awards, otorgados a los medios de comunicación estadounidenses «más deshonestos, corruptos y/o distorsionados en su cobertura política». Y no debería extrañarnos la repentina celebridad de esta idea, dadas las sociedades en las que vivimos. La interconexión personal —física o digital— a lo largo del globo se ha multiplicado y la mayoría de sus habitantes disponemos en nuestros dispositivos de una fuente de información aparentemente ilimitada. Aun así, lo cierto es que el fenómeno de las fake news, entendidas en sentido amplio, existen posiblemente desde el surgimiento mismo del habla. Hay quien, incluso, postula que la difusión de rumores y chismes sobre terceras personas habría sido un elemento esencial en la evolución social del ser humano. Gracias a la práctica del cotilleo —y con ella la de la mentira—, la humanidad habría sido capaz de atravesar un umbral crítico en el desarrollo de su sociabilidad.

El aumento de la interconexión personal y de la facilidad en el acceso a la información han provocado que las fake news sean hoy una expresión de moda.

¿Qué es una noticia falsa? ¿Una noticia publicada por un periódico contrastado cuya información está deliberadamente manipulada? ¿Una noticia publicada por un periódico no contrastado? ¿Una noticia cuyo diseño general ha sido elaborado por un actor no adscrito a una publicación regular? ¿Cómo distinguimos un periódico contrastado de otro que no lo es? Todas estas cuestiones rodean el problema de definir con precisión en qué consisten las fake news. Claire Wardle es una experta en comunicación que ha tratado de clarificar al máximo posible qué es y qué no es una noticia falsa. De acuerdo con su análisis, las fake news podrían clasificarse en función de su contenido, de las motivaciones de la(s) persona(s) que las publican o del medio a través del cual se divulga. En este sentido, podríamos dar con una noticia cuyo contenido estuviera manipulado con fines geopolíticos del mismo modo que podríamos leer otra en la que su mensaje fuera enteramente ficticio y su finalidad manifiestamente satírica. Sin duda, la tipología de Wardle resulta muy útil a la hora de categorizar las noticias falsas, pero además del mensaje (contenido), el emisor (motivaciones) y el canal (medio), es muy importante acercarse también al receptor mismo de la noticia. Se trata de un factor fundamental si se quiere comprender adecuadamente el funcionamiento de las fake news, pues ni una persona puede creerse cualquier noticia ni todas las personas nos creemos las mismas.

En los tiempos que corren, es necesario saber distinguir la información veraz de aquella que no lo es.

¿Qué es lo que determina la credulidad o incredulidad de una persona con respecto a una noticia determinada? Un cúmulo de circunstancias personales y socioculturales entre las que pueden destacarse, entre muchas otras, la educación recibida, la posición que ocupe dentro de la estructura social o la solvencia con la que se maneje entre las nuevas tecnologías de la información. Hay quienes han designado este nudo cultural con el nombre de “mentalidad” o “ideología”. En cualquier caso, lo que parece evidente es que todos, ya seamos lectores habituales de prensa o simples receptores de información, debemos entrenar nuestra capacidad crítica y llegar a ser capaces de distinguir, con más o menos éxito, entre una noticia “completamente” falsa y otra que no lo es. Hoy más que nunca, se impone la necesidad de discriminar constantemente entre información veraz y engañosa, útil o estéril, etc. Esto es especialmente importante dentro del ámbito de la salud, donde los momentos de confusión son muy habituales y las consecuencias especialmente delicadas. Hace unos meses, en una jornada organizada por el Colegio de Médicos de Barcelona, se indicaba que «una de cada tres noticias falsas en Internet hacen referencia a cuestiones de salud», que «el 75% de los videos sobre cáncer en Youtube contienen información falsa» y que «un 60% de la población en España usa Internet para informarse sobre su salud».

A través de un nexo difícil de explicar, miedo y credulidad se vinculan estrechamente cuando nos enfrentamos a una noticia falsa o a cualquier otra clase de información. Por todos es sabido, en este sentido, que una persona asustadiza ve y oye “cosas” que su acompañante, más valeroso, es incapaz de percibir. En un estudio sobre la Revolución Francesa y el campesinado, George Lefebvre describe el gran ataque de pánico que sufrió la campaña francesa entre julio y agosto de 1789. En muy pocos días, buena parte de la nación se levantó en armas espoleada por la “llegada de los bandidos”. En realidad, dichos bandidos nunca llegaron y en la inmensa mayoría de los casos ni siquiera existían tales delincuentes. Aun así, los rumores corrieron como la pólvora y en la imaginación de la gente se segaron cosechas, se quemaron castillos y se arrasaron poblados. Aunque ha pasado mucho tiempo desde entonces, es recomendable recordar algunas de las palabras que —todavía en 1932— Lefebvre dejó escritas en relación a este acontecimiento. «Era muy fácil creer que llegaban [los bandidos]», nos dice, «porque se los estaba esperando […] Y en verdad, ¿qué es el gran pánico sino una gigantesca “noticia falsa”?».

Objetivo: ¿la Luna?

08/08/2019 by Alternativa Management
Artículos
apolo, cambio climatico, estados unidos, guerra fria, luna, planeta, trump

El pasado 21 de julio se cumplieron cincuenta años desde que el ser humano pisara por primera vez la superficie de la Luna. La llegada de semejante efeméride ha dado pie a todo tipo de homenajes, desde una cena de gala presidida por el mismísimo Edwin Buzz Aldrin —uno de los tres astronautas que componían la tripulación del Apolo 11— hasta la celebración de una edición especial del festival astronómico Starmus, en Zurich (Suiza). La propia agencia espacial estadounidense (NASA) anunció hace poco más de un mes que su propósito era volver a enviar astronautas a la Luna en un plazo de cinco años. Arropado por este contexto de exaltación y júbilo, otra personalidad que no ha querido dejar pasar el aniversario ha sido el presidente Donald Trump. Como ya es habitual, el empresario norteamericano ha aprovechado la ocasión para sacar a relucir su Make America Great Again y asegurar que su objetivo es iniciar una «nueva era de exploración», así como «reestablecer el dominio y liderazgo» de su país en el espacio. De paso, ha recordado que entre sus planes todavía se encuentra el envío de astronautas a Marte en la década de 2030.

Sin perjuicio de las celebraciones por aquel «gran salto para la humanidad», cabe preguntarse si la delicada situación de nuestro planeta nos permite fantasear con un nuevo paso en la aventura espacial. No es necesario recordar que las predicciones apuntan a un aumento de la temperatura global al final del siglo XXI de entre 1,5ºC y 5ºC con respecto al periodo preindustrial, que la contaminación atmosférica causa la muerte de tres millones de personas al año o que los océanos, además de la de una fuente “inagotable” de recursos, cumple la función de un enorme vertedero. Lo que sí merece la pena resaltar en este punto es el anuncio de la retirada de EE.UU. del Acuerdo de París, firmado en 2015 con el fin de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y controlar los efectos del cambio climático. En palabras del presidente Trump, este anuncio realizado en 2017 respondía a un pacto «debilitante, desventajoso e injusto» para los «trabajadores, contribuyentes y empresas» estadounidenses.

La humanidad se enfrenta hoy a un problema de magnitudes desconocidas.

Aunque pueda ser digna de una película de ciencia ficción o de un programa de conspiraciones y paranoias internacionales —que con tanto apetito se han alimentado, por cierto, de la misión del Apolo XI—, se impone la pregunta por el sentido de abrir una nueva fase en la historia de la exploración espacial. ¿No es algo irresponsable, en un contexto como el actual, invertir miles de millones de dólares en una nueva misión cuyo objetivo es llevar seres humanos a Marte? ¿No sería más sensato utilizar esos fondos para “arreglar” los inquietantes problemas que acechan a nuestro planeta? ¿Cabe entrever una conexión entre el negacionismo del cambio climático y la manía por descubrir nuevos parajes espaciales? ¿Responden las motivaciones por encontrar agua en el universo a la búsqueda de vida extraterrestre o, más bien, al hallazgo de un nuevo planeta que pueda ser colonizado por el ser humano —por algunos y solo algunos seres humanos, entiéndase— cuando el nuestro no de más de sí?

No es fácil dar respuesta a estas y otras preguntas que se plantean, pero lo que sí parece claro es que la humanidad se enfrenta hoy a un problema cuya magnitud excede con mucho cualquier otro precedente conocido. El cambio climático y la degradación del planeta Tierra están desde hace tiempo llamando a la puerta de los gobiernos nacionales y de los organismos internacionales, pero algunos de éstos se entretienen en seguir fantaseando con la posibilidad de establecer vida humana en otros lugares del universo. Posibilidad que, como puede imaginarse, está reservada a los más afortunados y privilegiados de nuestra especie.

Mientras tanto, en EE.UU. sigue entonándose el Make America Great Again.

Se entiende que a principios de los años cincuenta el aventurero Tintín se fijara como objetivo la Luna. El contexto de Guerra Fría que se vivió a lo largo del siglo XX puede llegar a explicar, igualmente, los esfuerzos económicos y técnicos que invirtió EE.UU. con el fin de ser el primer país en enviar un astronauta al satélite terrestre. Lo que resulta del todo incomprensible es la repentina obsesión del gobierno estadounidense por relanzar una misión cuyo objetivo final sería el de colonizar la Luna, Marte o quién sabe qué pedazo de roca más allá de nuestra atmósfera. A no ser que se esté comenzando a asumir, lo cual no parece improbable, que la Tierra presentará de aquí a unos años un paisaje inhabitable. En cualquier caso, mientras tanto, al otro lado del océano se sigue entonando el Make America Great Again.

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