La cumbre climática y los brindis al sol
Esta semana se ha celebrado en Nueva York la UN Climate Action Summit, una cumbre organizada por las Naciones Unidas en la que diferentes países han puesto sobre la mesa sus particulares contribuciones a la lucha contra el cambio climático. La idea es que dichas medidas puedan servir como referencia para el resto de Estados con el fin de frenar el calentamiento global dentro de los márgenes señalados por el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC). Dicha cumbre se ha desarrollado en un contexto de creciente preocupación y con la notable ausencia de EE.UU. El ejecutivo de Trump contraprogramó en esos días un evento sobre minorías religiosas y decidió enviar a la cumbre representantes de bajo nivel. «Una Cumbre del Clima sin el presidente de EE.UU. —comentaba el meteorólogo José Miguel Viñas— es como una paella sin arroz. Falta el actor/ingrediente principal». En cualquier caso, el secretario general de la ONU, el portugués Antonio Guterres, advirtió que solo participarían en la cumbre aquellos países que presentaran compromisos claros y realistas, de modo que tampoco se habían depositado demasiadas expectativas en el gobierno del Make America Great Again.
La lucha contra el cambio climático exige reconducir los modelos productivos basados en el crecimiento ilimitado y la explotación de la naturaleza.
El evento ha hecho resurgir algunas de las cuestiones que llevan ya demasiados años en la palestra. ¿Qué debe entenderse por «compromisos claros y realistas» en la lucha contra el cambio climático? ¿Qué garantías de aplicación conllevan dichos compromisos, si es que acarrean alguna? La primera pregunta aborda implícitamente los problemas de definición que alberga la propia noción de “cambio climático”. Si por ésta entendemos el calentamiento global derivado de la acción humana y el resto de consecuencias meteorológicas y medioambientales derivadas del mismo, es importante tener en cuenta que dicha definición puede llevarnos, en la «lucha contra el cambio climático», a una defensa incondicional de modelos energéticos basados en la energía nuclear, que en este sentido resulta “100% limpia”. Pero si desconfiamos de dichos modelos y contemplamos seriamente los riesgos que conllevan, se impone una redefinición del “cambio climático” o, al menos, una mayor amplitud en el significado de la «lucha contra el cambio climático». Existen infinidad de problemas medioambientales, energéticos o de salud que no están directamente provocados por el calentamiento global o por la emisión a la atmósfera de gases de efecto invernadero. Es el caso de la contaminación y sobreexplotación de los recursos naturales, por poner solo un ejemplo. En este sentido, los «compromisos claros y realistas» a los que se adscriban los diferentes países deberán adoptar una perspectiva holista, basada fundamentalmente en la actividad humana y su intervención en los ecosistemas terrestres, y no solamente en la reducción de gases de efecto invernadero. En suma, se trata de reconducir los modelos productivos basados en el crecimiento económico sostenido y en la explotación sistemática de la naturaleza.
Los problemas medioambientales deberían concebirse como una cuestión de política económica.
Por otro lado, la cuestión relativa a la obligación de cumplir dichos compromisos parece mucho más difícil de resolver. Dieciocho años después de la adopción del Protocolo de Kioto, se configuró un nuevo instrumento internacional que lo sustituiría en la lucha por frenar el calentamiento global y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. El Acuerdo de París entrará en vigor en 2020, justo cuando finaliza el tratado previo, y fue considerado en su momento como el documento más importante de la historia en materia medioambiental. «Siempre podrán decir que el 12 de diciembre de 2015 estaban en París —proclamó el presidente francés François Hollande ante los asistentes a la cumbre—. Y podrán sentirse orgullosos ante sus hijos y sus nietos». Y lo cierto es que el Acuerdo de París fue un hito extraordinario en la historia política internacional, especialmente si tenemos en cuenta sus visos universalistas y que fue adoptado por consenso de todas las partes. Sin embargo, estas particularidades del acuerdo hicieron que el compromiso real de las partes fuera extremadamente difuso y que algunos lo conciban hoy como poco más que un brindis al sol. En efecto, los juristas lo definen como un documento de soft law y el único punto en el que se comprometen firmemente los países es el que hace alusión a la presentación de informes periódicos acerca del avance en las contribuciones anunciadas. Además, no se contemplan sanciones en aquellos casos en los que no existan avances o en los que simplemente no se presenten dichos informes. En este sentido, parece evidente que el único mecanismo internacional del que se dispone actualmente está enfocado a la presión mediática por parte de la sociedad civil: «este o aquel país no ha cumplido con las contribuciones a las que se comprometió en su momento». Teniendo en cuenta la naturaleza de nuestro sistema de mercado, tal vez sería más productivo enfocar el problema del cambio climático —y de la salud de los ecosistemas terrestres, en general— como una cuestión de política económica. ¿Qué sanciones se contemplan para aquellos países que incumplan los acuerdos medioambientales? ¿Cómo podrían promoverse modelos de producción, distribución y consumo más justos y respetuosos con el medio ambiente?
Estas y otras preguntas similares han sido puestas sobre la mesa durante esta última cumbre sobre el clima. Todavía es pronto para evaluar las respuestas ofrecidas por las partes, pero teniendo en cuenta los precedentes es legítimo suponer que serán insuficientes. En cualquier caso, cabe esperar que la creciente preocupación por el estado del planeta impregne progresivamente todos los ámbitos de la política nacional e internacional. La adopción de perspectivas integrales sobre los problemas medioambientales y su encuadre dentro del ámbito de la política económica son premisas necesarias para afrontar el que, hasta el momento, es el desafío más trascendental de la historia de la humanidad.
Véase también:
– Objetivo: ¿la Luna? (08/08/19)
– Arde Biarritz (29/08/19)