Tú no me vales
«Ya está todo preparado para la próxima edición de Got Talent. Solo nos falta tu talento. Si quieres dejar al jurado sin palabras, demostrarle al mundo lo que vales y sentir la sensación de conseguir un pase de oro, esta es tu oportunidad… ¡Apúntate al casting!». Así rezaba la publicidad de un conocido talent show publicada hace unos meses, cuando el canal de TV en el que se emitía abrió la convocatoria para postularse al concurso.
El triunfo de los talent shows se explica por algunas de nuestras emociones más profundamente arraigadas: envidia, narcisismo, etc.
Hace ya muchos años que se estrenó el formato de Operación Triunfo en TVE y desde entonces, cada vez con más frecuencia, se emiten programas similares en buena parte de las cadenas nacionales y autonómicas. Concursos de canto, de baile, de comedia, de acrobacias, de talentos varios en general y, por supuesto, de cocina. De cocina no pueden faltar. La pasión por la competencia, por la ambición de llegar a ser el número uno y el morbo de ver cómo cada semana un participante se cae del barco son algunos de los motivos que explican el extraordinario éxito del que están disfrutando este tipo de programas. De los cinco programas más vistos el pasado lunes 21 de octubre, según los datos ofrecidos por Barlovento Comunicación, tres de ellos pertenecían a la categoría de talent shows. Pero este fenómeno no solo afecta al conjunto de espectadores españoles, sino que las inscripciones a este tipo de concursos no dejan de aumentar. Cuatro meses después de que el anuncio que abría este artículo fuese publicado, desde la web de Telecinco se leía lo siguiente: «El casting sigue abierto, pero ya se han registrado cifras récord: 6.500 inscripciones y más de 2.100 actuaciones en las pruebas presenciales realizadas en Madrid, Barcelona, Málaga y Tenerife». Miles de personas dispuestas a demostrar que poseen un don único que puede catapultarles al éxito.
En realidad, no tiene nada de extraño que este formato haya triunfado en una sociedad como la nuestra. Se trata de un canal de expresión para algunas de nuestras emociones más profundamente arraigadas: egocentrismo, envidia, narcisismo, etc. No es, de hecho, lo peor que puede verse hoy en nuestros televisores. Pero de la popularización que este tipo de concursos venía disfrutando en los últimos años surgió, en un momento dado, una versión mucho más perversa y sorprendente: se decidió que todo el programa adquiriría un morbo añadido si los aspirantes eran niños. Esta decisión no fue casual, pues trato de importarse el éxito que ya se había cosechado en países como México o EE.UU. En cualquier caso, se implantó en España y triunfó. Pequeños Gigantes, MasterChef Junior, La Voz Kids o el inminente Idol Kids, cuyo jurado estará liderado por Isabel Pantoja. Concursos todos ellos orientados a que un niño o una niña —¿o bien deberíamos decir: sus padres?— alcance la fama y el éxito gracias a su talento. La estrategia es bien clara: ofrecer llantos infantiles a cambio de audiencia.
Los concursos infantiles generan en los pequeños espectadores una frustración difícil de gestionar.
¿Qué efectos podemos predecir con respecto a la popularidad de estos concursos infantiles? En cuanto a los potenciales espectadores, no es difícil señalar alguno. Este tipo de programas tratan siempre de reforzar valores positivos muy parecidos a los que presumiblemente se enseñan, por ejemplo, en la escuela —algo muy diferente es que se trate del canal adecuado—. Aun así, lo más probable es que niños y niñas sientan en su casa la frustración por no poder cantar, bailar, cocinar o lo que sea que estén viendo en el televisor. Este fiasco explica, en parte, el aumento de inscripciones en los castings y el propio éxito televisivo de estos programas: la pantalla se convierte en un espejo —roto— donde verse reflejado. De todos modos, mucho peor lo tienen aquellos que deciden —o les permiten— participar en el concurso. Una vez que un pequeño porcentaje se ha librado de la decepción de fracasar en el casting, entran de lleno en el estresante mundo de la pequeña pantalla. La hiperestimulación, la eventual humillación y los más que probables traumas a los que se ven sometidos pueden, en uno de los casos, ser intercambiados por la satisfacción de saberse ganador del concurso. Éste volverá a su casa con un buen paquete de dinero bajo el brazo y con un ambiguo estatus que gestionar ante los compañeros de colegio. En el mejor de los casos, volverá a su vida infantil, de la que quizá se dé cuenta de que nunca debería haber salido.
La explosión de la industria tecnológica y la facilidad con la que los jóvenes acceden a los contenidos online ha puesto en guardia a padres y educadores. Pareciera, sin embargo, que esta preocupación ha relajado el debate sobre la aparición de niños y niñas en televisión. De una protección justificada se ha pasado súbitamente a la exposición consentida y desmesurada. Y quien no tiene la oportunidad de aparecer en televisión, puede siempre inaugurar su propio canal de Youtube. Algunos tenemos la sensación de que existe una burbuja tecnológica que es imposible de predecir, pero cuya explosión afectará gravemente al espectro psicológico de la ciudadanía. La juventud de hoy determinará la realidad del mañana y todo parece indicar que ésta será muy diferente a la que muchos hemos vivido. Nos alegra saber, en cualquier caso, que Rosalía estará a salvo de dicha explosión. No por los múltiples éxitos que viene cosechando, sino por haber superado el trauma de fracasar en Tú sí que vales.
Véase también:
– Pantallas y más pantallas (25/10/19)
– Disculpe, ¿me daría un palillo? (15/08/19)