Pastilleros
Hace unos días reflexionábamos sobre algunas de las consecuencias que está provocando en España el envejecimiento de la población y el aumento de la esperanza de vida. Hoy toca hacer lo propio con una de sus causas: la evolución de las ciencias de la salud. Desde que la humanidad previniera y tratara las enfermedades valiéndose de las distintas propiedades que poseen las especies vegetales, muchas han sido las innovaciones que, poco a poco, se han ido descubriendo con el paso del tiempo. Dentro del ámbito tecnológico, el siglo XX nos legó la tomografía axial computarizada (TAC) o la resonancia magnética nuclear, entre otras muchas herramientas diagnósticas. Hoy se están aprovechando los conocimientos técnicos de los que disponemos para desarrollar nuevos instrumentos que ayuden al trabajo de los profesionales sanitarios: experiencias de realidad aumentada, impresión de tejidos y medicamentos en 3D, asistentes robot capaces de superar la licenciatura de medicina, etc.
Por supuesto, el desarrollo farmacéutico ocupa un lugar privilegiado dentro de este empeño por combatir a la enfermedad. El descubrimiento de los antibióticos, el perfeccionamiento de la anestesia o la invención de numerosas vacunas son solo algunos ejemplos de los muchos que podrían ofrecerse. En este aspecto, sin embargo, no es oro todo lo que reluce. Basta con revisar algunos de los titulares más recientes relacionados con la fabricación, la venta y el consumo de fármacos. Desde hace varios años, algunas regiones de los Estados Unidos vienen sufriendo una importante crisis de adicción a los opioides, derivada de la receta indiscriminada por parte de los doctores. En España mismo, «la mortalidad relacionada con estos fármacos ha crecido más de un 50% en siete años y casi se ha doblado entre las mujeres». Hace unas semanas, un jurado de Filadelfia condenó a Johnson & Johnson a indemnizar con 8.000 millones de dólares (¡!) a un hombre que había sufrido los efectos del neuroléptico Risperdal. Se trata de una de las más de 13.000 demandas interpuestas contra la multinacional, cuyo producto habría sido el causante de la ginecomastia de los denunciantes, es decir, del agrandamiento de sus glándulas mamarias. Por último, cabe también mencionar el célebre caso del falso omeprazol —que en realidad se trataba de minoxidil, un vasodilatador utilizado para el tratamiento de la alopecia— que provocó el “síndrome del hombre lobo” en más de veinte bebés españoles.
La principal pregunta a la que nos enfrentamos es si realmente necesitamos todos los medicamentos que consumimos.
Por la cada vez más numerosa aparición de casos como los que acabamos de mencionar es por lo que el Ministerio de Sanidad ha puesto en marcha la iniciativa Valtermed, una iniciativa que pretende valorar lo más objetivamente posible el valor terapéutico de los medicamentos subvencionados públicamente, labor que hasta ahora recaía en las propias empresas farmacéuticas. Pero la cuestión va mucho más allá de la calidad o adecuación de un medicamento particular. La pregunta principal que deberíamos hacernos es si realmente necesitamos todas las medicinas que consumimos —por no mencionar las reacciones que pueda generar su combinación, desconocida en la mayoría de los casos—. Solo en Navarra, alrededor de 11.500 personas toman más de diez medicamentos distintos al día. Naturalmente, una vida y una alimentación saludables prevendrían muchos de los problemas médicos a los que una persona se enfrenta a lo largo de su vida. Pero eso también es otro tema. Como lo son las cuestiones de la biopiratería y del funcionamiento de las grandes empresas del sector. La regulación internacional en materia de patentes farmacéuticas tiende a acentuar «las desigualdades de poder entre los países ricos, ricos en tecnología, y los países menos ricos, pero ricos en recursos biológicos». A pesar de los numerosos llamamientos que se han realizado para prohibir este tipo de licencias, parece evidente que los intereses económicos que subyacen a la industria farmacéutica son más poderosos, al menos por el momento, que la eterna preocupación por mejorar la salud de las personas.
Parece evidente que los intereses económicos que se esconden tras la industria farmacéutica son más poderosos que los intentos por mejorar la salud pública.
¿Adónde nos llevará la hipermedicación en una o dos generaciones? ¿Cuántos años de media viviremos de aquí a cien años? ¿Cuál es el precio que tendremos que pagar por expandir los límites de nuestra propia existencia? Y lo que es más importante, ¿qué porcentaje de seres humanos tendrán la oportunidad de disfrutar de dicha expansión? Evidentemente, resulta imposible responder hoy a estas preguntas, pero, en cualquier caso, son cuestiones que surgen con cada vez más frecuencia en la cabeza de muchos de nosotros. En este contexto, no debería sorprendernos la reiterada reivindicación a una muerte digna. Somos cada vez más viejos, pero no parece estar tan claro que vivamos cada vez más tiempo.