La difusión de noticias falsas está al orden del día. Desde hace ya unos cuantos años, las fake news se han convertido en un término de moda para designar aquellas publicaciones —especialmente las que tienen lugar en red— cuyo contenido no se ajusta adecuadamente a la realidad de los hechos. La expresión fue elegida “Palabra del Año 2017” por el Diccionario Collins y también estuvo a punto de serla para la Fundéu BBVA. Hoy se la escuchamos nombrar con asiduidad al presidente Donald Trump, quien a principios de 2018 anunció sus particulares Fake News Awards, otorgados a los medios de comunicación estadounidenses «más deshonestos, corruptos y/o distorsionados en su cobertura política». Y no debería extrañarnos la repentina celebridad de esta idea, dadas las sociedades en las que vivimos. La interconexión personal —física o digital— a lo largo del globo se ha multiplicado y la mayoría de sus habitantes disponemos en nuestros dispositivos de una fuente de información aparentemente ilimitada. Aun así, lo cierto es que el fenómeno de las fake news, entendidas en sentido amplio, existen posiblemente desde el surgimiento mismo del habla. Hay quien, incluso, postula que la difusión de rumores y chismes sobre terceras personas habría sido un elemento esencial en la evolución social del ser humano. Gracias a la práctica del cotilleo —y con ella la de la mentira—, la humanidad habría sido capaz de atravesar un umbral crítico en el desarrollo de su sociabilidad.
El aumento de la interconexión personal y de la facilidad en el acceso a la información han provocado que las fake news sean hoy una expresión de moda.
¿Qué es una noticia falsa? ¿Una noticia publicada por un periódico contrastado cuya información está deliberadamente manipulada? ¿Una noticia publicada por un periódico no contrastado? ¿Una noticia cuyo diseño general ha sido elaborado por un actor no adscrito a una publicación regular? ¿Cómo distinguimos un periódico contrastado de otro que no lo es? Todas estas cuestiones rodean el problema de definir con precisión en qué consisten las fake news. Claire Wardle es una experta en comunicación que ha tratado de clarificar al máximo posible qué es y qué no es una noticia falsa. De acuerdo con su análisis, las fake news podrían clasificarse en función de su contenido, de las motivaciones de la(s) persona(s) que las publican o del medio a través del cual se divulga. En este sentido, podríamos dar con una noticia cuyo contenido estuviera manipulado con fines geopolíticos del mismo modo que podríamos leer otra en la que su mensaje fuera enteramente ficticio y su finalidad manifiestamente satírica. Sin duda, la tipología de Wardle resulta muy útil a la hora de categorizar las noticias falsas, pero además del mensaje (contenido), el emisor (motivaciones) y el canal (medio), es muy importante acercarse también al receptor mismo de la noticia. Se trata de un factor fundamental si se quiere comprender adecuadamente el funcionamiento de las fake news, pues ni una persona puede creerse cualquier noticia ni todas las personas nos creemos las mismas.
En los tiempos que corren, es necesario saber distinguir la información veraz de aquella que no lo es.
¿Qué es lo que determina la credulidad o incredulidad de una persona con respecto a una noticia determinada? Un cúmulo de circunstancias personales y socioculturales entre las que pueden destacarse, entre muchas otras, la educación recibida, la posición que ocupe dentro de la estructura social o la solvencia con la que se maneje entre las nuevas tecnologías de la información. Hay quienes han designado este nudo cultural con el nombre de “mentalidad” o “ideología”. En cualquier caso, lo que parece evidente es que todos, ya seamos lectores habituales de prensa o simples receptores de información, debemos entrenar nuestra capacidad crítica y llegar a ser capaces de distinguir, con más o menos éxito, entre una noticia “completamente” falsa y otra que no lo es. Hoy más que nunca, se impone la necesidad de discriminar constantemente entre información veraz y engañosa, útil o estéril, etc. Esto es especialmente importante dentro del ámbito de la salud, donde los momentos de confusión son muy habituales y las consecuencias especialmente delicadas. Hace unos meses, en una jornada organizada por el Colegio de Médicos de Barcelona, se indicaba que «una de cada tres noticias falsas en Internet hacen referencia a cuestiones de salud», que «el 75% de los videos sobre cáncer en Youtube contienen información falsa» y que «un 60% de la población en España usa Internet para informarse sobre su salud».
A través de un nexo difícil de explicar, miedo y credulidad se vinculan estrechamente cuando nos enfrentamos a una noticia falsa o a cualquier otra clase de información. Por todos es sabido, en este sentido, que una persona asustadiza ve y oye “cosas” que su acompañante, más valeroso, es incapaz de percibir. En un estudio sobre la Revolución Francesa y el campesinado, George Lefebvre describe el gran ataque de pánico que sufrió la campaña francesa entre julio y agosto de 1789. En muy pocos días, buena parte de la nación se levantó en armas espoleada por la “llegada de los bandidos”. En realidad, dichos bandidos nunca llegaron y en la inmensa mayoría de los casos ni siquiera existían tales delincuentes. Aun así, los rumores corrieron como la pólvora y en la imaginación de la gente se segaron cosechas, se quemaron castillos y se arrasaron poblados. Aunque ha pasado mucho tiempo desde entonces, es recomendable recordar algunas de las palabras que —todavía en 1932— Lefebvre dejó escritas en relación a este acontecimiento. «Era muy fácil creer que llegaban [los bandidos]», nos dice, «porque se los estaba esperando […] Y en verdad, ¿qué es el gran pánico sino una gigantesca “noticia falsa”?».