La gestación subrogada y el fetichismo del don
En La gran transformación (1944), Karl Polanyi trató de demostrar cómo las dinámicas mercantilistas del capitalismo moderno representaban un fenómeno extraordinario dentro de la historia de la humanidad. Basándose tanto en sociedades arcaicas como en esas sociedades contemporáneas por aquél entonces denominadas “primitivas”, el científico social austro-húngaro señalaba que la economía no ha constituido nunca una esfera autónoma e independiente del resto de dimensiones sociales, como pudieran ser la religión o el parentesco. Muy al contrario, los procesos que hoy categorizaríamos como “económicos” han estado siempre “incrustados” —embedded, nos dice Polanyi— en el conjunto del entramado social. En pocas palabras: los intercambios económicos han estado históricamente sometidos a una regulación institucional que los ajusta y los dota de significado.
El desarrollo del liberalismo económico de finales del siglo XVIII y principios del XIX, sin embargo, provocó un giro brusco en este tópico de la sociabilidad humana. La esfera económica comenzó a independizarse del resto de instituciones sociales y —cabe señalar que con ayuda del Estado— se instituyó como una dimensión autónoma, liberada de las restricciones culturales que le imponía la tradición. Una clara muestra de esta deriva era para Polanyi la inserción en el mercado de lo que él llamaba las tres «mercancías ficticias», esto es: el trabajo, la tierra y el dinero. Por primera vez en la historia, nos dice, estos tres elementos pasaron a transitar libremente dentro de un mercado autorregulado, con sus respectivas contraprestaciones: el salario, la renta y el interés. Es importante señalar que “la gran transformación” de la que nos habla Polanyi no hace referencia a este proceso de autonomía de la esfera económica en los albores del capitalismo moderno, sino al final de una época cuyos signos vislumbraba en el abandono del patrón oro, en la economía centralizada de la Unión Soviética o en el ascenso de Hitler en Alemania. Se trataba de la “re-socialización” de la sociedad. No obstante, el devenir del siglo XX, la sacralización del neoliberalismo y su institución global en el Consenso de Washington han contradicho la dinámica prefigurada por Polanyi. Hoy más que nunca, los tentáculos del mercado se hacen espacio allí donde jamás podrían haber encontrado autonomía.
El capitalismo moderno representa una sorprendente excepción histórica: por primera vez, la economía constituye una esfera autónoma.
Uno de esos lugares parece ser el útero de aquellas mujeres que ponen su vientre a disposición de quien lo necesite. En el contexto de las crudas negociaciones que estos días mantienen PSOE y Unidas Podemos para constituir un gobierno estable, hay un punto en el que no existe discrepancia: la condena de la gestación subrogada y la toma de medidas para combatir «a las agencias que ofrecen esta práctica a sabiendas de que está prohibida en nuestro país». Sin entrar a debatir los aspectos morales que rodean la polémica, lo que parece evidente es que los “vientres de alquiler” representan un escalón más en los procesos de mercantilización de la vida y el cuerpo humanos. Aunque esté prohibida en España, la gestación subrogada es legal en otros doce países, entre los cuales destacan —en lo que a la estadística nacional española se refiere— Ucrania y Estados Unidos: más de la mitad de los niños nacidos en España por vientres de alquiler provienen de mujeres de Los Ángeles. Más que la existencia misma de esta práctica concreta, lo que tal vez debería preocuparnos es el avance imparable del espacio reservado exclusivamente para el mercado, con la consiguiente disminución de otras formas institucionales de organizar nuestra sociedad y dar sentido a nuestras vidas. Es decir, aquello a lo que nos referimos cuando decimos que «con perretas, chufletes».
Practicar hoy un fetichismo del don y del regalo es la mejor manera de enfrentarse a la hipertrofia del mercado.
Por fortuna, en nuestro mundo existen todavía espacios que no han sido invadidos por las lógicas mercantilistas. El propio Polanyi distinguía otras dos formas de integrar la economía en la sociedad, además del sistema de mercado: la redistribución y la reciprocidad. Históricamente, la primera sería el modelo propio de aquellas sociedades que se organizan en torno a un núcleo centralizado dedicado a la recolecta y distribución de tributos, mientras que la segunda estaría asociada principalmente a los grupos basados en redes de parentesco. Actualmente, tienen lugar, entre otros, dentro de nuestros sistemas de seguridad social y de los tradicionales intercambios de regalos en cumpleaños y otras fechas señaladas, respectivamente. ¿Acaso puede alguien dejarse invitar sistemáticamente sin aportar, en algún momento y de alguna manera, ninguna prestación? Una persona así, a la larga, es considerada un “egoísta”, un “avaro” o una “aprovechado”, lo cual demuestra que la lógica de la reciprocidad y del don continúan vigentes en nuestras sociedades mercantilizadas. Hecho que también se ve reforzado, entre otras cosas, por la resistencia de PSOE y UP a legalizar o legitimar la gestación subrogada.
La hipertrofia del mercado contribuye a fortalecer lo que Karl Marx denominó el fetichismo de la mercancía, esto es, la idea de que la producción y distribución de los bienes de consumo es un proceso natural, despojado de cualquier relación con la sociedad en la que tienen lugar y de los miembros que la componen. Como si el útero, pongamos, fuera independiente de la persona a la que pertenece. Frente a esta forma extrema de reificación, se impone hoy en día la necesidad de promover un fetichismo del don. Es decir, de reivindicar la naturaleza recíproca de las relaciones sociales, tesis que, por lo demás, ya fue sostenida por antropólogos de la talla de Marcel Mauss o Claude Lévi-Strauss. Una sociedad puede sobrevivir sin vientres de alquiler, sin trabajo asalariado o sin mercados de ninguna clase. Lo que resulta inimaginable es una sociedad sin regalos, sin contraprestaciones personales y sin correspondencias recíprocas.